domingo, 23 de noviembre de 2014

noches






Siempre he tenido la maldita costumbre de no querer irme a dormir cuando algo no estaba bien. Me llamaban cabezota porque insistía cuando otros querían pasar página o descansar. Pero he tenido que quitarme esta manía que en el fondo descubría quién soy. Hacer eso que llaman "consultarlo con la almohada" y apañarme para cerrar los ojos sin tener la música a tope. 

No es fácil.

Porque al final te toca asimilar que por mucho que te desahogues hay cosas que no puedes decir, ni debería escribir.




Hay cosas que pasan y no es la primera vez que guardo algo en mi mochila.

Despertar es más sencillo, afortunadamente, porque sigo teniendo a alguien que me saca a bailar y no me permite parar hasta después de arroparme, alguien que me cansa los huesos de tanto correr a ninguna parte y hace que me duelan los abdominales de tanto reír.

Sigo pensando que el mejor dolor del mundo es el que causa la risa. Y le quiero por ello. Aún más.

Pero luego te quedas a solas con la cama, ni con tres almohadas y dos mantas entras en calor, tienes las manos frías, ojalá sólo fuese eso. Porque ahí las cosas pasan como golpes y me las llevo a los sueños. Y soñar ya no te alivia de nada y no es justo.

Al final me he amoldado a la nueva rutina aunque sea a regañadientes y pegando patadas.

Pero mi orgullo también puede y si tengo que dormir revuelta, lo hago.
Yo también puedo hablar, yo también puedo decir que existo, pero se lo grito al cojín más cercano.

Las cosas pasan y negarlo es de estúpidos.
Y yo soy estúpida, cada noche, pero otros más, esperando que acepte que es mi culpa dormir mal.

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